NACIONALISMO EMPRESARIAL


Desde hace unos años, las empresas se esfuerzan por crear una identidad propia, dentro y fuera de la organización. Exaltando el orgullo patriótico de haber aumentado las ventas en un 15%, muchas de ellas han visto en el sentimiento receptivo del trabajador una forma de lograr más productividad. Tratan de desligarse de todo lo negativo que se les pueda achacar y para ello cuentan con un equipo entero de comunicación interna y externa. La imagen se ha vuelto algo fundamental para subir las ventas.


Si queremos comparar esta nueva situación con algo que ha existido desde hace siglos, el nacionalismo es un ejemplo claro. Las empresas confían en crear una cultura de marca y en resaltar mediante publicidad el gran amor que profesan por su corporación. Y lo han logrado en muchos casos. Cajeros y cajeras, que a final de mes observan un sueldo de miseria en su cuenta corriente, no dudan en convencer a todo el que pillen de los grandes avances de su empresa/nación y de los buenos productos que ofrecen. Lo que ellos olvidan, al igual que los nacionalistas más radicales, es que la nación o la empresa no existe sin las personas. No es más que un ente invisible que ni siquiera es tangible. Es un nombre y unos símbolos. Bandera e himno o logotipo y música utilizada para sus anuncios televisivos. Nada más que eso. Una nación y una empresa son sus personas; aunque a muchos nacionalistas y nacionalistas de empresa se les olvide mientras adoran a un trozo de tela o de papel.


Lo que una nación sí tiene es una identidad clara e inequívoca que une a todos los ciudadanos bajo unos parámetros comunes de historia, lengua, cultura… Por razones históricas e identitarias los nacionalismos tienen sentido y recorrido durante tanto tiempo. Pero las empresas no tienen nada; por eso, trabajan para lograrlo. La imagen de la marca es un claro ejemplo. Más allá de imágenes físicas, quieren que los ciudadanos y sus trabajadores identifiquen a la organización con aspectos positivos que puedan lucir ante los detractores. Donaciones, causas benéficas… Todo aquello que puede entrar en el paraguas de las Relaciones Públicas.

Incluso tienen fe. Confían en lo grande que es su empresa y en que los sacará de todos los embrollos. Tienen hasta su propia religión que es el dinero o el mercado. La unión indivisible de religión y nación es equiparable a la que muchas personas sienten por su empresa y el mercado. Lo que es triste es que trabajadores se preocupen por las cuentas millonarias de su empresa cuando reciben una retribución mínima por su contribución.


Se ha extendido mucho la idea de que los trabajadores tienen que dar las gracias a su empresa por todo lo que le ha dado. Yo me pregunto: ¿Acaso no se trabaja para unas personas más arriba que se benefician de lo que se genera abajo? Entonces, ¿ por qué hay que dar las gracias? Trabajar para subsistir no significa tener que amar a tu lugar de trabajo. Pero las nuevas estrategias de marketing y de pertenencia lo están consiguiendo. Hay personas cobrando 600 euros y defendiendo a muerte a su empresa y dando las gracias por ganar ese dinero cuando generan mucho más. Pero el nacionalismo ciego que sienten les impide ver más allá. Trabajan por su “nación” gracias a que su “nación” les ha dado la oportunidad de residir entre esas cuatro paredes. Ni siquiera se pregunta el porqué de esos sentimientos. Reverencian al que les contrata y aman a la entelequia de su cabeza. Esa que le han generado con la comunicación empresarial. No está mal reflexionar de vez en cuando.

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